Stefano Caprio
(ZENIT Noticias – Asia News / Roma, 15.09.2024).-El patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa Kirill (Gundjaev) intervino en el X Foro de «Culturas Unitarias» de San Petersburgo, en la solemne sala del Palacio Mariinsky del Parlamento local, sobre el tema «La cultura en el siglo XXI, ¿soberanía o globalismo?», para reiterar las tesis fundamentales de la misión del «mundo ruso» en la realidad contemporánea. Tratando de no limitarse a repetir las afirmaciones de la acostumbrada propaganda estatal en el contexto del conflicto universal entre Rusia y Occidente, el patriarca ha querido profundizar con argumentos filosóficos y literarios en las razones por las que hoy Rusia se siente llamada a difundir los «grandes valores” a los que esa sociedad universal habría decidido renunciar.
Se trata en cierto modo de redescubrir el papel orientador fundamental de la Iglesia ortodoxa en la Rusia militarista, un papel que Kirill tuvo que ceder a Putin durante los conflictos de las dos últimas décadas, comenzando por la guerra con Georgia, la anexión de Crimea y por último la invasión de Ucrania. Inicialmente el patriarca no había apoyado la radicalización del enfrentamiento que decidió el presidente, pero en los últimos dos años y medio de guerra no pudo (o no quiso) hacer otra cosa que apoyar las justificaciones del conflicto por la defensa de los valores tradicionales que el Occidente degradado quisiera borrar de la conciencia de los ucranianos, de los rusos y de todos los pueblos históricamente vinculados al «faro espiritual» del Moscú superortodoxo. El patriarcado ha promovido esta línea ideológica desde finales de la década del ’90, y tal vez ahora se da cuenta de que ha ido demasiado lejos en sus pretensiones de una definición global de la «verdad religiosa y cultural».
No es casualidad que Kirill comenzara su discurso haciendo hincapié en la identidad petersburguesa, para la cual «la pequeña patria sigue siendo siempre la ciudad del Neva», que representa la parte más occidental de la identidad rusa, desde el punto de vista cultural más que geográfico. Los habitantes de San Petersburgo, según el patriarca, «nunca han perdido el vínculo interior espiritual, cultural e intelectual con la ciudad», de la que, por otra parte, procede el propio presidente Vladimir Putin, que a diferencia de Kirill pertenece más bien al segmento menos evolucionado y erudito de la capital del norte, como suele afirmar el mismo Putin definiéndose a sí mismo como un «hombre del pueblo» y sin duda no como un intelectual de la élite aristocrática.
El discurso de Kirill adquiere entonces tonos más profundos y solemnes, cuando afirma que «un razonamiento serio sobre la cultura debe ser siempre axiológico, es decir, en la dimensión de los valores», elevando la definición que se refiere precisamente a los «valores tradicionales», repetida hasta el hartazgo por Putin y por todos los políticos rusos, que casi no tiene contenido real. En cambio, «la cultura es lo que lleva en sí los valores», explica el patriarca, de lo contrario «sin valores ninguna cultura sobrevive, y se convierte en polvo… nosotros conocemos estos cataclismos que han destruido civilizaciones enteras». Éste es el desafío que la ortodoxia rusa quiere lanzar al mundo entero: la preservación de la tradición como garantía de la supervivencia de la verdadera civilización, el «mecanismo de transmisión de valores».
Con una serie de citas eruditas, Kirill comenta el origen mismo del término «cultura» a partir del concepto de «culto», que justifica «el enfoque axiológico: lo que tiene valor es lo que es santo para la sociedad en su desarrollo histórico». La prevalencia de la religión sobre la filosofía es un tema muy importante para Kirill, que en su planteo critica a los principales teóricos del racionalismo occidental, desde August Comte hasta Ludwig Feuerbach, pasando por el «bien conocemos nosotros los rusos», Karl Marx. El patriarca ha vinculado a menudo esta «deriva positivista» con la herencia de la escolástica latina, un argumento clásico en las controversias teológicas entre católicos y ortodoxos, pero ahora intenta ir más allá, ya que «en nuestros tiempos esta pretensión de superioridad filosófica sobre la religión se reconoce ahora como inconsistente, sobre todo dadas las consecuencias del drama del ateísmo humanista del siglo XX”.
El desafío actual, según Kirill, es encontrar un nuevo sentido de la vida en las sociedades mundiales, que han perdido las fuentes de la verdadera espiritualidad. La filosofía marxista afirmaba que el hombre “vive para las generaciones futuras, pero esto es absurdo, porque entonces ¿qué valor puede tener tu vida personal?”. Si el hombre es sólo una «correa de transmisión», los que vengan después de nosotros también vivirán sin darle sentido a la existencia. Es «una relación destructiva con la persona humana, con el ser racional que Dios ha destinado a fines elevados», afirma el patriarca. Hace falta una nueva paideia, un proceso de educación y formación del hombre, la palabra griega que da origen al verdadero significado de «cultura».
El mundo de hoy ya no es capaz de formar, ni siquiera transmite «la cultura física y el sentido estético», y por eso ahora es necesario «hacer todos los esfuerzos posibles para defender y proteger los fundamentos mismos de la cultura, como un agricultor que no olvida las semillas en la tierra, porque acabarían ahogadas por la naturaleza salvaje». Ésta es precisamente la imagen que quiere transmitir el patriarca cuando compara el cuidado ruso de los valores con la «selva inculta» de Occidente y de la sociedad universal en general, en lo que él llama la raskulturivanie, la «desculturización» del mundo. Un ejemplo de esta degradación fueron los pasados Juegos Olímpicos de París, con sus simbolismos sacrílegos y sus controversias de género: «cuando veía las imágenes de los desfiles inaugurales en el Sena – recuerda el patriarca – me decía: ¡no se puede ofender a Dios de esa manera! Esta es una regresión increíble de la civilización occidental, que trata de ahogar en sí misma a todas las demás culturas».
Los hombres de hoy, según Kirill, «siguen diciendo las mismas palabras y repitiendo hábitos, sin preguntarse nada sobre su origen y significado». Para dar las gracias, los rusos utilizan la palabra Spasibo, que deriva de Spasi Bog, «Dios te salve», y son muchos los ejemplos que el patriarca recuerda para mostrar las raíces del sentido de la vida cotidiana, que hay que redescubrir para evitar la raskulturivanie y no permitir que se convierta en una rasčelovečivanie, una «deshumanización» en la que «la cultura pierde su alma». El patriarca recuerda que «el cristianismo nunca ha sido propiedad de una sola cultura, pertenece al mundo en su totalidad», y va mucho más allá del concepto de «mundo cristiano», porque valora «cada cultura nacional como un tesoro del mundo entero”. La cultura rusa no es una excepción, pero después de haber pasado por pruebas particularmente duras, «que supo afrontar con valentía», hoy es la cultura capaz de «enriquecer a todo el mundo» y de hacer frente «al globalismo que anula y nivela las diferentes culturas, tratando de hacer que todos los hombres sean iguales… esos hombres ya no serán capaces de transmitir los valores a las generaciones futuras, en la cancel culture, la cultura de la cancelación, la cultura del clic donde todo está permitido».
En conclusión, el Patriarca Kirill plantea la cuestión sobre la que hoy está dividido el mundo entero: «¿la cultura del siglo XXI debe ser soberana, o global?», y la lleva a un nivel más profundo: «debe ser una cultura, o una anticultura?”. Es un interrogante sobre «qué debe ser el hombre hoy», y él propone la respuesta del podvig, término monástico que designa el sacrificio de la persona por el bien común. Por último, citando al gran teólogo ruso Pavel Florenskij, mártir del comunismo estalinista, recuerda sus palabras desde el campo de concentración de las islas Solovki: «no hagan nada que no tenga un verdadero gusto por la vida, porque hacer las cosas de cualquier manera puede hacerte perder el sentido de todo».
El patriarca ruso retoma las reflexiones de muchos ideólogos ortodoxos, tratando de evitar síntesis excesivamente banales y radicales, apelando a pensadores como el teólogo y politólogo Aleksandr Shchipkov, que hace pocos días publicó un ensayo sobre la «Crisis de la teoría y la práctica de las acciones de defensa de los derechos humanos» en el que comenta el «problema de la conceptualización de los derechos liberales y la crisis de las instituciones humanitarias». Los rusos insisten en demostrar la debilidad de la concepción occidental de la libertad, que se ha convertido en una «doctrina dogmática», una «falsa metafísica» que imposibilita reconquistar la verdadera libertad de los «valores» por los que hoy lucha Rusia. Hay una guerra militar y una guerra de información, pero la guerra de los rusos es ante todo una guerra de principios y exige respuestas a las cuestiones más profundas del mundo contemporáneo.
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