Herejía Blanca y relativismo

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Leon Cosmelli Pereira

(ZENIT Noticias / Santiago de Chile, 14.08.2024).- “Herejía blanca”, término desconocido para la gran mayoría, que se puede definir como una actitud pusilánime y sentimental con respecto a definiciones trascendentes sobre nuestra posición como católicos en cuanto a principios, normas y conductas en todas las esferas y etapas de nuestras vidas.

En los difíciles tiempos en que hoy nos toca vivir, las personas y el mundo se debaten en una gran confusión de ideas y conceptos. Los principios que rigieron a nuestra sociedad occidental, basados en la tradición cristiana y en la ley natural, ya no existen, son impugnados y distorsionados por disquisiciones naturalistas sin ningún sentido. Hemos caído en un relativismo absoluto donde todo cabe.

Se puede comparar este proceso con una “bola de nieve”, cada vez más grande y más veloz, que arrastra todo a su paso, aumentado hoy por conceptos nuevos como la cancelación y desprestigio de toda posición apegada a la verdad y la verdadera doctrina. Al punto en que una persona que defiende principios y sea categórica en sus afirmaciones y conductas es tachada de inmediato como exagerada y extremista, la sociedad lo aísla, lo margina y lo desprestigia.

La herejía blanca y el relativismo van de la mano, ambas actitudes campean hoy en todas las esferas de la sociedad, y la discusión de las ideas, en la mayoría de los casos, si es que las hay, no conduce a ninguna conclusión basada en la verdad.

De este proceso, desgraciadamente, no ha sido ajena una buena parte de las estructuras de la Iglesia Católica, jerarquía, obispos y sacerdotes, que han inculcado a sus fieles la claudicación y una actitud pasiva en la defensa de la buena doctrina.

Esto ha llevado a un número importante de católicos, sobre todo en los segmentos más preparados e ilustrados, a permanecer silenciados y anulados ante los erróneos planteamientos que hoy con toda libertad se difunden tanto entre los católicos como en las personas y la sociedad en general.

Esta actitud complaciente con los errores que se proclaman hoy en día desde instituciones pseudo intelectuales, centros de estudio, universidades, y muchas veces desde el mismo clero, y que muchos se sienten inhibidos de rebatir, es lo que se ha dado llamar “Herejía Blanca”.

“Herejía Blanca” termino adoptado y usado con mucha claridad y visión profética desde los años sesenta del siglo pasado por el profesor Plinio Correa de Oliveira, explicando lo que éste estado de alma significa.

Actitud entreguista y complaciente con el error, que ya se hacía sentir en el siglo XVIII en el reinado de Luis XVI, y que lo hizo claudicar ante los errores propagados por la revolución francesa. Actitud sentimental y negligente que le costó su vida, y la destrucción de la Francia católica.

Esta perniciosa actitud lleva a los católicos a una piedad insípida y sentimental, llena de concesiones con el error. Estos se entregan al buenismo, a sostener, como es común hoy en día “que existen muchas verdades”, que “cada persona puede tener su verdad”. Y en base a este supuesto, toda discusión sobre principios, toda confrontación de ideas en buena lid, deja de tener sentido.

Es una situación grave de tibieza para un católico preparado, y en condición de informarse. No preocuparse de conocer la verdad ni tomar posición al respecto, muchas veces por no contradecir a un superior, no caer mal en sus ambientes, o no polemizar.

Una actitud firme en defensa de la verdad, no implica la falta de caridad ante la persona que está equivocada o sosteniendo una postura incorrecta. Los católicos debemos ser firmes, ser vigilantes ante el error, sobre todo hoy en día, donde las fronteras de la verdad están totalmente disueltas, pero a su vez tenemos que estar llenos de caridad ante los que están equivocados, hacerles ver su error y orientarlos hacia la verdad. Esto lo explica magistralmente Benedicto XVI en su encíclica “Caritas in Veritatis”. La caridad no es tal si no va unida a la verdad, “sin verdad no hay caridad”, y se le hace un grave daño a la persona que se pretende ayudar o corregir si no se le dice la verdad.

Esta condición de alma, de “herejía blanca”, lleva a las personas a ser también complacientes en su vida personal, en nuestra propia vida espiritual. Empezamos a ser menos rigurosos con nuestras vidas, aceptando situaciones que no corresponden a una práctica observante, y caemos en lo que se da por llamar una “moral laxa”.

Caemos en la justificación de muchas actitudes reñidas con la moral y los principios católicos. Nos adormecemos, consideramos que la lucha no se justifica, ni tiene sentido. Y así sigilosamente empieza a corroerse toda la estructura de una fe viva, pujante y vigorosa.

Caemos en la tibieza que “Dios la vomita de su boca” y que puede significar nuestra perdición.

Hoy en día, más que nunca, necesitamos claridad y adhesión a lo que nos ha enseñado en sus 2.000 años la Santa Iglesia, y así orientar a tantos católicos, confundidos, quizás sin saberlo, que de buena fe han creído en esta actitud complaciente ante el error.

Nos hemos olvidado que nuestras vidas, tanto individuales, como colectivas dentro de la sociedad en que vivimos, son una lucha permanente para no caer en el error y fortalecer nuestra fe.

Combatir con alegría, pero combate al fin, por buscar incesantemente nuestra perfección espiritual. Tarea nada fácil, y llena de desilusiones humanas, escollos y tropiezos, que si los ponemos en las manos de Dios serán llevaderos y nos permitirá lograr su divina misericordia ante nuestras miserias y pequeñeces.

Así ha sido la vida de los santos y de tantas personas anónimas que han logrado la gloria ante Dios y los hombres, y que han dejado un legado de santidad, de heroísmo y de combate que admiramos y nos mueve a imitar. Ningún santo acogió en su alma y en su vida la herejía blanca.

No nos dejemos llevar por las miserias de este mundo decadente donde se ha perdido el norte de nuestra fe. Nos corresponde hacer un profundo y sincero análisis de lo que somos y del destino superior que tenemos, y no dejarnos arrastrar por la marea, casi incontenible, de la tibieza, la ambigüedad y el conformismo, si no pasamos a ser “como la sal que no sala”, una sal insípida que solo sirve para ser arrojada al mar.

Hoy en día, sostener la verdad es una tarea ingrata y solitaria, llena de incomprensiones y recriminaciones. Debemos confiar en Dios Nuestro Señor para que no nos apartemos de la verdadera doctrina, pues la confusión en que vivimos hoy es la principal estrategia del demonio para destruir a la Iglesia y llevar a la perdición a un gran número de católicos.

En el siglo XVI cuando campeaba en el mundo la herejía luterana, Santa Teresa de Ávila, con su conocida radicalidad decía lo siguiente:

“Oh Padre Eterno y Creador mío, el mundo está ardiendo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, pretenden demoler a su Iglesia, destruir los templos, abolidos los sacramentos, perdidas tantas almas. Remediad Señor tan gravísimos males que no hay corazón que los sufra, aún de los que somos ruines…”

Podemos decir que los tiempos son similares, la confusión se promueve en todos los ámbitos, y desgraciadamente muchos miembros de la Iglesia forman parte de esta demolición. Debemos hacer un acto de profunda reflexión y análisis, saber distinguir la buena semilla de la cizaña.

Debemos tener una confianza inquebrantable en que seremos oídos por Dios y María su Madre, pidiendo insistentemente por una pronta restauración de la Santa Iglesia Católica.

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