Miedo, prejuicio y falsa religiosidad: la homilía del Papa en presencia del presidente Javier Milei

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 11.02.2024).- Por la mañana del domingo 11 de febrero, el Papa Francisco participó en la ceremonia de canonización de una nueva santa argentina: Mama Antula (María Antonia de san José de Paz y Figueroa, 1730-1799). En la ceremonia de canonización, que se efectuó al interior de la basílica de San Pedro, estuvo presente el presidente de Argentina Javier Milei, a quien el Papa se acercó a saludar antes de iniciar la ceremonia y también al concluir.

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La primera lectura (cf. Lv 13,1-2.45-46) y el Evangelio (cf. Mc 1,40-45) hablan de la lepra: una enfermedad que conlleva la progresiva destrucción física de la persona y a la que, en algunos lugares, lamentablemente, con frecuencia se asocian todavía actitudes de marginación. Lepra y marginación son dos males de los que Jesús quiere liberar al hombre que encuentra en el Evangelio. Veamos su situación.

Aquel leproso se ve obligado a vivir fuera de la ciudad. Frágil a causa de su enfermedad, en vez de ser ayudado por sus compatriotas es abandonado a su suerte, y se le hiere aún más con el alejamiento y el rechazo. ¿Por qué? Ante todo, por miedo, por el miedo a ser contagiados y terminar como él: “¡Que no nos suceda también a nosotros! ¡No nos arriesguemos, permanezcamos alejados!”. Y viene el miedo. Después, por prejuicio: “Si tiene una enfermedad tan horrible — era la opinión común — seguramente es porque Dios lo está castigando por alguna culpa que haya cometido; y entonces, claramente, se lo merece”. Esto es el prejuicio. Y, finalmente, la falsa religiosidad. En aquel tiempo, en efecto, se consideraba que quien tocaba a un muerto se volvía impuro, y los leprosos eran gente a quienes la carne “se les moría encima”. Por tanto, se pensaba que rozarlos significaba volverse impuros como ellos. Esta es una religiosidad distorsionada, que crea barreras y sepulta la piedad.

Miedo, prejuicio y falsa religiosidad, he aquí tres causas de una gran injusticia, tres “lepras del alma” que hacen sufrir a una persona débil descartándola como un desecho. Hermanos, hermanas, no pensemos que son sólo cosas del pasado. ¡Cuántas personas que sufren encontramos en las aceras de nuestras ciudades! ¡Y cuántos miedos, prejuicios e incoherencias, aun entre los que creen y se profesan cristianos, continúan a herirlas aún más! También en nuestro tiempo hay tanta marginación, hay barreras que derribar, “lepras” que sanar. Pero, ¿cómo? ¿Cómo podemos hacerlo? ¿Qué hace Jesús? Jesús realiza dos gestos: toca y sana.

 

 

Primer gesto: tocar. Jesús, ante el grito de ayuda de aquel hombre (cf. v. 40), siente compasión, se detiene, extiende la mano y lo toca (cf. v. 41), aun sabiendo que, haciéndolo, se convertirá a su vez en un “rechazado”. Es más, paradójicamente, los papeles se invertirán: el enfermo, cuando sea sanado, podrá ir a presentarse a los sacerdotes y ser readmitido en la comunidad. Jesús, en cambio, no podrá entrar más en ninguna ciudad (cf. v. 45). El Señor habría podido entonces evitar tocar a aquella persona, habría sido suficiente con “curarla a distancia”. Pero Cristo no es así, su camino es el del amor que se acerca al que sufre, que entra en contacto, que toca sus heridas. Esta es la cercanía de Dios. Jesús es cercano, Dios es cercano. Nuestro Dios, queridos hermanos y hermanas, no permaneció distante en el cielo, sino que en Jesús se hizo hombre para tocar nuestra pobreza. Y frente a la “lepra” más grave, la del pecado, no dudó en morir en la cruz, fuera de los muros de la ciudad, repudiado como un pecador, como un leproso, para tocar nuestra realidad humana hasta lo más hondo. Un santo afirmó que el Señor “se hizo leproso por nosotros”.

Y nosotros, que amamos y seguimos a Jesús, ¿sabemos hacer nuestro su “toque”? No es fácil. Por eso debemos vigilar cuando en el corazón se asoman los instintos contrarios a su “hacerse cercano” y a su “hacerse don”. Por ejemplo, cuando tomamos distancia de los demás para centrarnos en nosotros mismos, cuando reducimos el mundo a los recintos de nuestro “estar bien”, cuando creemos que el problema son siempre y solamente los demás. En estos casos tengamos cuidado, porque el diagnóstico es claro: se trata de “lepra del alma”; una enfermedad que nos hace insensibles al amor, a la compasión, que nos destruye por medio de las “gangrenas” del egoísmo, del prejuicio, de la indiferencia y de la intolerancia. Estemos atentos, hermanos y hermanas, también porque sucede como en el caso de las primeras manchitas de lepra, las que aparecen en la piel en la fase inicial del mal: si no se actúa de inmediato, la infección crece y se vuelve devastadora. Ante este riesgo, ante la posibilidad de esta enfermedad de nuestra alma, ¿cuál es el tratamiento?

Para ello, nos ayuda el segundo gesto de Jesús, que sana (cf. v. 42). Su “tocar”, en efecto, no sólo indica cercanía, sino que es el inicio de la sanación. Porque la cercanía es el estilo de Dios, que siempre es cercano, compasivo y tierno. Cercanía, compasión y ternura son el estilo de Dios. Y nosotros, ¿estamos abiertos a esto? Porque es dejándonos tocar por Jesús que sanamos por dentro, en el corazón. Si nos dejamos tocar por Él en la oración, en la adoración, si le permitimos actuar en nosotros a través de su Palabra y de los sacramentos, el contacto con Él nos cambia realmente, nos sana del pecado, nos libera de las cerrazones, nos transforma más allá de cuanto podamos hacer por nosotros mismos, con nuestros propios esfuerzos. Nuestros miembros heridos ―nuestro corazón y nuestra alma― y las enfermedades del alma debemos presentárselos a Jesús; esto se hace en la oración. Pero no una oración abstracta, hecha sólo de fórmulas repetitivas, sino una oración sincera y viva, que deposita a los pies de Cristo las miserias, las fragilidades, las falsedades, los miedos. Pensemos y preguntémonos, ¿hago que Jesús toque mis “lepras” para que me sane?

 

 

Al “toque” de Jesús, en efecto, renace lo mejor de nosotros mismos. Los tejidos del corazón se regeneran; la sangre de nuestros impulsos creativos vuelve a fluir cargada de amor; las heridas de los errores del pasado se curan y la piel de las relaciones recupera su consistencia sana y natural. Retorna así la belleza que tenemos, la belleza que somos; la belleza de sentirnos amados por Cristo nos redescubre la alegría de entregarnos a los demás, sin miedos ni prejuicios, libres de formas de religiosidad anestesiante y despojadas de la carne del hermano. Así se fortalece en nosotros la capacidad de amar, más allá de cualquier cálculo y conveniencia.

Entonces, como dice una bellísima página de la Escritura (cf. Ez 37,1-14), de aquello que parecía un valle de huesos resecos, resurgen cuerpos vivientes y renace un pueblo de salvados, una comunidad de hermanos. Pero sería engañoso pensar que este milagro requiera formas grandiosas y espectaculares para realizarse, porque sucede principalmente en la caridad escondida de cada día; esa caridad que se vive en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en la escuela; en la calle, en las oficinas y en los negocios; esa caridad que no busca publicidad y no tiene necesidad de aplausos, porque al amor le basta el amor (cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. 118, 8, 3). Lo subraya hoy Jesús, cuando ordena al hombre sanado: «No le digas nada a nadie» (v. 44). Cercanía y discreción. Hermanos y hermanas, Dios nos ama así, y si nos dejamos tocar por Él, también nosotros, con la fuerza de su Espíritu, podremos convertirnos en testigos del amor que salva.

Y hoy pensemos en María Antonia de san José, “Mama Antula”. Ella fue una viandante del Espíritu. Recorrió miles de kilómetros a pie, atravesó desiertos y caminos peligrosos para llevar a Dios. Ahora ella es para nosotros un modelo de fervor y audacia apostólica. Cuando los jesuitas fueron expulsados, el Espíritu encendió en ella una llama misionera que tenía como cimiento la confianza en la Providencia y la perseverancia. La santa invocó la intercesión de san José y, para no cansarlo tanto, también la de san Cayetano de Thiene. Por ese motivo se introdujo la devoción de este último, y su primera imagen llegó a Buenos Aires en el siglo XVIII. Gracias a Mama Antula este santo, intercesor ante la Divina Providencia, entró en las casas, en los barrios, en los transportes, en las tiendas, en las fábricas y en los corazones, para ofrecer una vida digna a través del trabajo, la justicia y el pan de cada día en la mesa de los pobres. Pidámosle hoy a María Antonia, a santa María Antonia de Paz de san José, que nos asista. Que el Señor nos bendiga a todos.

 

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