(ZENIT Noticias / Roma, 11.11.2024).- El lunes 11 de noviembre, News.va publicó en su edición italiana una carta del cardenal Angelo Becciu, implicado en el proceso conocido como “Sloane Avenue” y declarado culpable en primera instancia. Se trata de una carta en la que contesta las acusaciones de Andrea Tornielli, director editorial de los medios de comunicación del Vaticano a raíz de un artículo publicado por este tanto en L´Osservatore Romano como en News.va. Ofrecemos a continuación la carta traducida al castellano.
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El derecho a la defensa
Cardenal Angelo Becciu
Prefecto emérito del Dicasterio para la Causa de los Santos
Durante este proceso, hasta la sentencia, he apreciado el equilibrio y la precisión de Vatican News al informar sobre el procedimiento que, muy a mi pesar, me ha involucrado. Las audiencias fueron reportadas con detalle, un esfuerzo informativo que solo puedo reconocer.
Por eso me sorprendió leer el artículo de Andrea Tornielli, director editorial del Dicasterio para la Comunicación, titulado “Proceso justo y transparencia”, también publicado en L’Osservatore Romano. Entiendo la necesidad de que los medios vaticanos presenten el proceso en el que he sido imputado como «un proceso justo», y no quiero cuestionar esta interpretación, aunque podría tener razones para hacerlo.
La sentencia intenta responder a las múltiples excepciones planteadas por mis defensores y los demás; sin embargo, bastaría leerlas sin prejuicio para darse cuenta de que en algunos casos el derecho de defensa, aunque formalmente garantizado, se vio seriamente limitado y, en el fondo, desvirtuado.
Se podría pensar que mis argumentos son personales y emocionales, percibidos por la opinión pública como los de un cardenal que, habiendo tenido gran poder, fue sometido a juicio –del cual se ha concluido la primera fase– por decisión del Santo Padre, y que por esto se sentiría amargado y resentido al ser cuestionado en sus acciones.
No necesito recordar la importancia del rol del sustituto. Es el vínculo entre el Papa y la Secretaría de Estado. Tiene, por tanto, autonomía en su gestión. Su cargo se basa en la confianza y en un contacto constante con la autoridad superior, muchas veces mencionada en este proceso. Es el sustituto quien hace funcionar la estructura. Todos en el Vaticano, desde la Gendarmería hasta el mismo Tribunal, se refieren al sustituto.
Reconozco que en algunos casos las acciones del sustituto pueden ser malentendidas y que, como cualquiera que ocupe un cargo con tantas competencias amplias, delicadas y diversas, no he estado exento de errores. Pero tengo la certeza de que siempre he actuado dentro de mis prerrogativas, sin exceder mis poderes y con total fidelidad a la Santa Sede. Esto lo expliqué varias veces durante el proceso.
Tornielli enfatiza que el Tribunal «ha dado amplia oportunidad de intervención a las bien estructuradas defensas de los imputados, examinando hechos y documentos sin omitir nada». Después de leer las más de ochocientas páginas de la sentencia, podría cuestionar la expresión «sin omitir nada», pero, como ya he dicho, prefiero abstenerme. Llegará el momento de hablar de las pruebas a mi favor, totalmente ignoradas en la sentencia, así como de otros muchos errores evidentes en sus motivaciones.
Sobre un punto, sin embargo, siento la obligación de pronunciarme: la acusación de que habría engañado al Papa pidiéndole autorización para usar seiscientos mil euros con el pretexto de liberar a una religiosa secuestrada en Malí, cuando en realidad estaban destinados a la señora Cecilia Marogna, con quien, incluso después de conocer las acusaciones, mantuve «relaciones del todo amistosas, si no de verdadera familiaridad».
¡Me siento realmente asombrado y rechazo firmemente esta insinuación! Si hubiera engañado al Papa, no estaría aquí proclamando al mundo mi inocencia. ¡Estas afirmaciones son inaceptables y, sobre todo, no están respaldadas por ninguna prueba!
Siempre he servido lealmente al Santo Padre, y esa difícil iniciativa fue emprendida exclusivamente para llevar adelante la operación humanitaria acordada con el Papa, sin otro propósito.
Paso a la segunda parte del artículo, que trata sobre «el uso del dinero y la necesidad de rendir cuentas», asumiendo que antes no había que rendir cuentas a nadie sobre las inversiones, mientras que ahora sí. Pero esta interpretación no refleja la realidad. Antes existía un sistema que preveía ciertos controles, ahora hay uno que prevé otros, diferentes, quizá más burocratizados, no necesariamente mejores. Antes había una autonomía de gestión confiada a la Secretaría de Estado; ahora esta ya no tiene poder para gestionar dinero, pero eso no significa que no haya un centro con autonomía decisional. Simplemente, se ha trasladado a otro lugar.
Tornielli incluso menciona la «triste historia de la arriesgada inversión de nada menos que 200 millones en el fondo de Mincione, una cifra enorme para una operación sin precedentes». Estoy de acuerdo en que la cifra era enorme. Pero fue utilizada con la aprobación del superior de la época y promovida por el departamento encargado de las inversiones, principalmente por el jefe de la Oficina Administrativa, cuya posición, como recuerda la misma sentencia, fue archivada.
Que no existieran precedentes de inversiones similares en grandes propiedades inmobiliarias para revender, se afirma sin ningún soporte documental. En este caso también bastaría leer los documentos públicos —por ejemplo, los balances de la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica— para darse cuenta de que han existido inversiones similares desde que la Santa Sede se dotó de un sistema financiero como el actual tras los Pactos de Letrán. Tornielli afirma que es «dañino, para una realidad como la Iglesia, asumir categorías y comportamientos de las finanzas especulativas» porque «son actitudes que ignoran la naturaleza y peculiaridad de la Iglesia».
Me veo obligado, con pesar, a no comentar el tono vagamente moralista de Tornielli, quien lamenta que no se haya actuado como «buenos padres de familia» y llega a escribir que «diversificar las inversiones, considerar el riesgo, evitar favoritismos y, sobre todo, no transformar el dinero en un instrumento de poder personal son lecciones que deberían extraerse de la historia de Sloane Avenue». No comento porque quiero pensar que Tornielli escribe de forma general, sin referirse a mí o a imputados específicos. Y, sobre todo, espero que el resultado de un proceso penal no dependa de actitudes o sensibilidades diferentes sobre los objetivos de hacer el bien.
Aquí se juzgan intenciones. Nos encontramos ante un proceso penal, no ante un juicio con la intención de dar lecciones. Es evidente que un artículo como el de Tornielli ya considera a todos los imputados condenados en firme. Nunca se menciona que el proceso está en primera instancia, que todos los imputados tienen derecho a apelar y que, por lo tanto, todos, no solo yo, somos presuntos inocentes.
Un presunto inocente —permítanme decirlo— condenado por malversación, aunque no haya recibido ningún beneficio financiero: ni para mí ni para mis familiares, como ha confirmado la sentencia. Esta destaca que mi defensa, incluso fuera de la sala, ha defendido siempre la ausencia de cualquier ventaja económica personal.
Un presunto inocente —añado— que estuvo involucrado en el esfuerzo de ayudar a la Santa Sede a salir del déficit, que parece interminable, y estoy seguro de que no fue solo por la inversión de Sloane Avenue, la cual era potencialmente una excelente inversión.
Un presunto inocente —finalmente— que ha perdido todo, no por los hechos, sino por una percepción ideológica de los hechos. Me gustaría que se tuviera la honestidad intelectual de reconocer que esta presunción de inocencia nunca existió. Desde la primera conversación con el Papa sobre el tema, fui considerado culpable y señalado en la prensa como corrupto e incluso insultado. Parece que la voluntad política es cerrar la narrativa sobre el proceso sin dañar a la Santa Sede o al Papa. Sin embargo, en este altar se sacrifica la verdad. Pero la verdad, como dijo san Agustín, es como un león y se defenderá sola.
Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.
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