(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 11.04.2024).- Al final de la Asamblea Plenaria Anual de la Pontificia Comisión Bíblica, el Papa Francisco recibió en el Vaticano a los participantes. La Pontificia Comisión Bíblica es una entidad de la Santa Sede que se ocupa de tres cosas: 1) promover eficazmente entre los católicos el estudio de la Biblia; 2) contrastar las opiniones erróneas en cuestiones relativas a la Sagrada Escritura sirviéndose de medios científicos; y 3) estudiar e iluminar las cuestiones debatidas y los problemas que se iban planteando en el campo bíblico. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa.
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Me alegra darles la bienvenida al término de su Asamblea Plenaria anual, en la que se propusieron explorar un tema existencial, fuertemente existencial: la enfermedad y el sufrimiento en la Biblia. Se trata de una búsqueda que concierne a todo ser humano, como sujeto a la enfermedad, la fragilidad y la muerte. En efecto, nuestra naturaleza herida también lleva inscritas en sí las realidades de la limitación y de la finitud, y sufre las contradicciones del mal y del dolor.
El tema me toca muy de cerca: el sufrimiento y la enfermedad son adversarias a las que enfrentarse, pero es importante hacerlo de un modo digno del ser humano, de un modo humano, digamos: eliminarlas, reducirlas a tabúes de los que es mejor no hablar, quizá porque dañan esa imagen de eficacia a toda costa, útil para vender y ganar dinero, no es ciertamente una solución. Todos vacilamos bajo el peso de estas experiencias y debemos ayudarnos a atravesarlas viviéndolas en relación, sin replegarnos sobre nosotros mismos y sin que la rebelión legítima se convierta en aislamiento, abandono o desesperación.
Sabemos, también por el testimonio de tantos hermanos y hermanas, que el dolor y la enfermedad, a la luz de la fe, pueden convertirse en factores decisivos en un camino de maduración: el «tamiz del sufrimiento» permite, en efecto, discernir lo que es esencial de lo que no lo es. Pero es sobre todo el ejemplo de Jesús el que muestra el camino. Él nos exhorta a cuidar a quienes viven en situaciones de enfermedad, con la determinación de superar la enfermedad; al mismo tiempo, nos invita con delicadeza a unir nuestros sufrimientos a su ofrecimiento salvífico, como semilla que da fruto. Concretamente, nuestra visión de la fe me ha impulsado a proponer algunos elementos de reflexión acerca de dos palabras decisivas: compasión e inclusión.
Compasión
La primera, la compasión, indica la actitud recurrente y caracterizadora del Señor ante las personas frágiles y necesitadas que encuentra. Al ver los rostros de tantas personas, ovejas si pastor que luchan por encontrar su camino en la vida (cf. Mc 6, 34), Jesús se conmueve. Se compadece de la muchedumbre hambrienta y extenuada (cf. Mc 8, 2) y acoge sin descanso a los enfermos (cf. Mc 1, 32), cuyas peticiones escucha: pensemos en los ciegos que le suplican (cf. Mt 20, 34) y en los numerosos enfermos que piden ser curados (cf. Lc 17,11-19); siente «gran compasión» -dice el Evangelio- por la viuda que acompaña a su único hijo al sepulcro (cf. Lc 7,13). Gran compasión. Esta compasión se manifiesta como cercanía y lleva a Jesús a identificarse con el que sufre: «Estuve enfermo y fueron a visitarme» (Mt 25,36). Compasión que lleva a la cercanía.
Todo esto revela un aspecto importante: Jesús no explica el sufrimiento, sino que se inclina hacia el sufrimiento. No se acerva al dolor con ánimos genéricos y consuelos estériles, sino que acoge su drama, dejándose tocar por Él. La Sagrada Escritura es iluminadora en este sentido: no nos deja un manual de buenas palabras o un recetario de sentimientos, sino que nos muestra rostros, encuentros, historias concretas. Pensemos en Job, con la tentación de sus amigos de articular teorías religiosas que vinculan el sufrimiento con el castigo divino, pero se derrumban ante la realidad del dolor, testimoniada en la vida del propio Job. Así que la respuesta de Jesús es vital, está hecha de compasión que asume y que, al asumir, salva al ser humano y transfigura su dolor. Cristo ha trasformado nuestro dolor haciéndolo suyo hasta el final: viviéndolo, sufriéndolo y ofreciéndolo como don de amor. No dio respuestas fáciles a nuestros “porqués”, sino que en la cruz hizo suyo nuestro gran “porqué” (cf. Mc 15, 34). Así, quien asimila la Sagrada Escritura purifica la imaginación religiosa de actitudes equivocadas, aprendiendo a seguir el camino indicado por Jesús: tocar el sufrimiento humano con la propia mano, con humildad, mansedumbre y, serenidad para llevar, en nombre del Dios encarnado, la cercanía de un apoyo salvador y concreto. Tocar con la mano, no teóricamente.
Inclusión
Y esto nos lleva a la segunda palabra: inclusión. Aunque no es una palabra bíblica, expresa bien un rasgo sobresaliente del estilo de Jesús: su ir en busca del pecador, del perdido, del marginado, del estigmatizado, para que sea acogido en la casa del Padre (cf. Lc 15). Pensemos en los leprosos: para Jesús, nadie debe quedar excluido de la salvación de Dios (cf. Mc 1,40-42). Pero la inclusión abarca también otro aspecto: el Señor quiere que toda la persona quede curada, espíritu, alma y cuerpo (cf. 1 Ts 5,23). Porque de poco serviría una curación física del mal sin una curación del corazón del pecado (cf. Mc 2,17; Mt 10,28-29). Hay una curación total: cuerpo, alma y espíritu.
Esta perspectiva de inclusión nos lleva a actitudes de compartición: Cristo, que iba entre la gente haciendo el bien y curando a los enfermos, mandó a sus discípulos que cuidaran a los enfermos y los bendijesen en su nombre (cf. Mt 10,8; Lc 10,9), compartiendo con ellos su misión de consolación (cf. Lc 4,18-19). Por eso, a través de la experiencia del sufrimiento y de la enfermedad, nosotros, como Iglesia, estamos llamados a caminar junto a todos, en solidaridad cristiana y humana, abriendo, en nombre de la fragilidad común, ocasiones de diálogo y de esperanza. La parábola del buen samaritano «La parábola nos muestra con qué iniciativas se puede rehacer una comunidad a partir de hombres y mujeres que hacen propia la fragilidad de los demás, que no dejan que se erija una sociedad de exclusión, sino que se hacen prójimos y levantan y rehabilitan al caído, para que el bien sea común» (Lett. enc. Fratelli tutti, n. 67).
Queridos hermanos y hermanas, al dejarles estas reflexiones, les agradezco su servicio y los animo a profundizar, con rigor crítico y espíritu fraterno, los temas que están estudiando, para irradiar la luz de la Escritura sobre cuestiones delicadas que conciernen a todos. La Palabra de Dios es un poderoso antídoto contra toda cerrazón, abstracción e ideologización de la fe: leída en el Espíritu en que fue escrita, acrecienta la pasión por Dios y por el hombre, desencadena la caridad y reaviva el celo apostólico. Por eso la Iglesia tiene una necesidad constante de beber en las fuentes de la Palabra. Los bendigo a ustedes y a su misión de saciar al Pueblo santo de Dios con las aguas frescas del Espíritu. Y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias.
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