Hugo Montes Skerchtly, LC
(ZENIT Noticias / Chihuahua, 13.02.2024).- La verdad no es mi perro, es el que está aquí en casa. Me parece que cree que la vida de los sacerdotes que vivimos en la casa se trata de jugar con él y sacarlo a pasear.
El 11 de febrero llevé a mi superior al aeropuerto. Cuando bajé a la lavandería a dejar mi ropa sucia, él ya estaba allí en la ventana con su pelota en el hocico y su carita de “sal a jugar conmigo”. Pero no tenía tiempo, como muchas otras veces.
Es difícil amar a un perro y darle por lo menos algo del amor y la atención que espera de ti. Ya de regreso del aeropuerto, solo y escuchando a Charly García, pensaba en el perro y en cómo se me dificulta sacarlo más, atenderlo más, darle más tiempo.
Suprimir el celibato sacerdotal significa muchas cosas: significa una esposa, con quien habría que tener responsabilidad afectiva; significa varios hijos, a quienes se tendría la principal tarea de atender y educar. A un hijo no se le puede dejar de dedicar tiempo, mucho tiempo.
Por eso me descolocan los seglares que hablan de suprimir el celibato. Por eso mi frase de “cómprense un Ken y vístanlo de sotana”, que nace de esta sensación de incomprensión. Pero que otro sacerdote hable de suprimir el celibato sacerdotal, me descoloca todavía más
Eso por tres razones:
- Hacen creer que las ansias de la carne son una especie de fuerza ciega cuasi irrefrenable. Parece más Freud que mística católica.
- Anulan la responsabilidad y el tiempo que se debe dedicar a la familia en aras de esa supuestas “ansias de la carne”.
- Un corazón casto es más apto para la relación esponsal con Jesús. Y es lo que me parece más grave. Si somos los mismos sacerdotes quienes desconocemos la dimensión esponsal del amor de Jesucristo, estamos hipotecando la mística en la Iglesia y la acción de Dios en ella.
Los católicos más orientados al tradicionalismo a veces añoran la inquisición y no ven que los místicos del siglo XVI no hablaban con completa libertad por el miedo a la inquisición. Hipotecan la acción del amor directo de Dios en la Iglesia. Lo más orientados a ir a las fronteras y abrirse a dialogarlo todo, están negando de facto la capacidad de Jesucristo de colmar de afectividad el corazón.
Ambas posturas están impidiendo que el amor de Dios transforme los corazones y santifique profundamente a la Iglesia.
Lo dicho: los católicos estamos metidos en situaciones tan periféricas que olvidamos lo esencial: el amor transformador de Dios que es lo único que da plenitud al sacerdote.
A la Iglesia la lleva nuestro Señor y la renovación de la Iglesia tiene que ver más con lo que Dios hace en ella que lo que nosotros hacemos. Si perdemos la capacidad de escuchar a Dios, nunca sabremos cuál es su plan. Urge que dejemos de inventar caminos. Se trata más bien de volver al Camino (Jn 14, 6).
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