¿Sinodalidad contra episcopado?

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George Weigel

(ZENIT Noticias / Denver, 14.04.2025).- Tras  definir, dentro de límites estrictos, la infalibilidad de la enseñanza papal sobre la fe y la moral, el Concilio Vaticano I pretendía abordar la cuestión paralela de la autoridad de los obispos en la Iglesia. Sin embargo, la guerra franco-prusiana interrumpió el Vaticano I en 1870; el concilio nunca volvió a convocarse, y quedó en manos del Concilio Vaticano II la tarea de definir quién y cómo ejerce la autoridad en la Iglesia.

El Vaticano II lo hizo en dos documentos: su seminal Constitución Dogmática sobre la Iglesia y su Decreto sobre el Oficio Pastoral de los Obispos en la Iglesia. Estos textos enseñaron que los obispos de la Iglesia son herederos de los apóstoles nombrados por Cristo; que los obispos forman un «colegio» sucesor del «colegio» apostólico de Hechos 15; y que este «colegio», con y bajo su cabeza, el Obispo de Roma, tiene «poder supremo y pleno sobre la Iglesia universal».

El Vaticano II corrigió un desequilibrio en la relación entre el papa y los obispos que se había infiltrado en la teología y la práctica católicas desde el Vaticano I, al enseñar que los obispos son verdaderos vicarios de Cristo en sus iglesias locales, no meros administradores de la “Iglesia Católica, Inc.”, que ejecutan las instrucciones del director general en Roma. Esto es así porque la ordenación episcopal confiere al obispo los tres oficios de maestro, santificador y gobernador. El correcto “ejercicio” de la autoridad de gobierno episcopal depende de la comunión del obispo local con el obispo de Roma. La autoridad misma es una realidad sacramental conferida por la recepción del Orden Sagrado en su grado más alto.

Estas enseñanzas cruciales ahora han sido puestas en tela de juicio, incluso contradichas, por diversos aspectos del todavía amorfo, pero no por ello menos proteico, proyecto de sinodalidad.

El 15 de septiembre de 1965, el Papa Pablo VI  estableció un Sínodo de Obispos que se reuniría ocasionalmente para asistir al Papa en su gobierno de la Iglesia universal. Este nuevo órgano era un sínodo de obispos; no un parlamento en el que los diferentes estamentos de la Iglesia (clero, religiosos consagrados, laicos) desempeñaran funciones equivalentes. El Sínodo del Papa Pablo VI fue, por lo tanto, una expresión de la enseñanza del Vaticano II sobre el episcopado como un «colegio» que gobierna la Iglesia en unión con el Papa.

Esto cambió drásticamente en octubre de 2023 y octubre de 2024, cuando el Sínodo de los Obispos pasó a llamarse «el Sínodo»: un órgano compuesto por obispos, religiosos consagrados, sacerdotes y laicos, todos con voz y voto. La composición de este innovador órgano se constituyó deliberadamente para que un número suficiente de voces con las opiniones «correctas» se reuniera en el Aula del Sínodo, y su funcionamiento fue cuidadosamente controlado (algunos dirían, manipulado) mediante el proceso de las llamadas  «Conversaciones en el Espíritu».

Ahora el cardenal Mario Grech, secretario general del Sínodo, ha informado al episcopado mundial que un nuevo proceso sinodal de tres años, que culminará en una “Asamblea Eclesial” en 2028, evaluará la implementación del Sínodo 2023 y el Sínodo 2024. En esta “Asamblea Eclesial” —un término sin precedentes en la tradición católica— los obispos serán solo una parte componente y, en preparación para la Asamblea, los obispos deben “acompañar” a su pueblo, es decir, no guiarlo.

De esta manera, la enseñanza del Vaticano II sobre la autoridad de los obispos como órgano de gobierno de la Iglesia, con y bajo el Papa, continúa siendo severamente atenuada.

Luego está la constitución apostólica de 2022, Praedicate Evangelium, que reconfigura la Curia Romana. Según ese texto, el fundamento de la autoridad de gobierno en los departamentos de la Curia (dicasterios) es el nombramiento papal para un cargo, punto, no la autoridad de gobierno conferida sacramentalmente por las Sagradas Órdenes. Cuando los cardenales de la Iglesia se reunieron en agosto de 2022 para discutir las nuevas estructuras de la Curia, el cardenal George Pell le preguntó al cardenal Gianfranco Ghirlanda, SJ, una gran influencia en Praedicate Evangelium: «¿Significa esto que una hermana religiosa o una laica podría ser Prefecto del Dicasterio para los Obispos?». El cardenal Ghirlanda respondió alegremente: «Oh, eso nunca sucedería». A lo que el cardenal Pell respondió, correctamente: «La pregunta, Su Eminencia, no es si sucedería; la pregunta es si puede suceder».

En ese intercambio, el cardenal Pell fue la voz auténtica del Concilio Vaticano II. El cardenal Ghirlanda, por su parte, fue la voz de la autocracia papal absolutista, una distorsión de la eclesiología característica de cierta corriente católica entre el Vaticano I y el Vaticano II. El Vaticano II rechazó decididamente el zarismo católico, lo que efectuó una corrección en la autocomprensión de la Iglesia que tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI consideraron uno de los grandes logros del Concilio.

Ha habido muchas ironías en el conflicto eclesiástico de los últimos doce años. El resurgimiento de la autocracia papal entre los progresistas católicos, y la consiguiente degradación de los obispos, es sin duda una de las más impactantes y preocupantes.

Traducción del original en lengua inglesa bajo responsabilidad del director editorial de ZENIT. El artículo refleja la opinión del autor, no la del medio que le brinda un espacio que da pie a la discusión.

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