De la reflexión sobre el diaconado femenino en los primeros siglos a los ministerios instituidos en 2021

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Mechelina Tenace

(ZENIT Noticias – Humanitas / Roma, 18.10.2024).- El artículo que presentamos a continuación corresponde al aporte de la teóloga Mechelina Tenace en la mesa redonda “La mujer y los ministerios, status quaestionis”, del Simposio Internacional “Para una teología fundamental del sacerdocio” realizado en Roma entre el 17 y el 19 de febrero del año 2022, del cual Revista Humanitas fue uno de los auspiciadores. Las actas del seminario han sido publicadas en español en dos tomos con la totalidad de las ponencias y perspectivas complementarias.

Agradecemos al Centre de Recherche et d´Anthropologie des Vocations por permitir la publicación de este artículo y poner a disposición del público los libros a través de la página web de Publicaciones Claretianas.

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La comisión que el Papa Francisco instituyó en 2016 para el diaconado femenino fue una sorpresa para los miembros llamados a participar en ella. La mitad, seis, éramos mujeres. Fue un acontecimiento que pretendía estar dentro de la reflexión teológica de la Iglesia católica. Y no fracasó en su cometido. Ha tenido un impacto cuyos primeros signos ya hemos empezado a ver –el motu proprio Spiritus Domini, del 11 de enero de 2021, habla del acceso de las personas de sexo femenino al ministerio instituido del lectorado y el acolitado–.

Más allá de esta perspectiva de estudio interno, la tarea de la comisión se entendió de forma reducida y poco apropiada. Como si se tratase de encontrar argumentos históricos para restaurar un ministerio femenino atestiguado con el término “diaconisa” en los primeros siglos (en algunas cartas de san Pablo y en otros documentos analizados por la comisión).

La comisión tenía la tarea de estudiar, sí, pero no de restituir. Al menos por dos motivos vinculados con la Escritura y la Tradición. No se lee la Escritura para justificar una corriente de pensamiento. Y el estudio de la Tradición no quiere reactualizar algo del pasado. La Escritura se lee en el Espíritu –la revelación– y la Tradición se lee en la letra –la historia–. De otro modo, se corre el riesgo de traicionar la novedad que el Espíritu aporta a cada momento de la historia.

En la Escritura y en la tradición de la Iglesia primitiva se menciona a las diaconisas. Lo que se deduce de ello es la participación de las mujeres en la evangelización de la caridad para todos y la presencia de mujeres en los servicios (ministerios) que las hacían estar en contacto con otras mujeres en un lugar donde la cultura del pudor así lo indicaba (sobre todo para el bautismo y la unción de los enfermos).

La cuestión que se plantea hoy es, por tanto, diferente: ¿es necesario restablecer un servicio-ministerio? ¿Por qué razón? ¿No deberíamos quizá preguntarnos más bien qué ministerio necesita hoy el pueblo de Dios?

Lo valiente hoy es la novedad, no la mera restauración de algo que pertenece al pasado. El intento de restaurar es anacrónico. La búsqueda de la novedad es profética porque la novedad ha de tener en cuenta el camino de crecimiento dentro de los cambios culturales, sociales y teológicos.

La primera comisión que se dedicó a la investigación histórica estableció algunos datos indiscutibles. Evoco tres de ellos: En la Iglesia primitiva había diaconisas; había un rito propio vinculado a este ministerio; y la presencia de diaconisas ha desaparecido por completo en la Iglesia latina.

Sin embargo, el verdadero éxito de la comisión fue que abrió un camino y orientó en varias direcciones: la desaparición de las diaconisas no implicó la desaparición de las mujeres en la Iglesia; la santidad de las mujeres se ha reconocido sin ninguna discriminación; y la diaconía, el servicio, se ha desempeñado sin “ministerio instituido”.

¿Por qué razón ahora hay que reflexionar sobre la historia de los ministerios que no se han conferido a las mujeres? Porque este momento histórico de la ausencia de las mujeres en los ministerios ha coincidido con una deriva “machista-clericalista” de la Iglesia que no ha permitido que resplandezca su verdadero rostro de humanidad nueva, donde hombres y mujeres estén revestidos de la misma dignidad de hijos.

Entonces, ¿por qué es tan importante y urgente instituir ministerios para las mujeres? No por un reconocimiento de la dignidad de las mujeres, sino por un reconocimiento de la verdadera identidad de la Iglesia.

Es la Iglesia la que necesita a las mujeres y debe llamarlas al servicio.

A partir de esta llamada de la Iglesia, las mujeres podrán responder “sí” y hacer fructíferos sus dones para el bien de todos. Si la Iglesia no las llama, es probable que un ministerio se considere un derecho. Pero servir no es un derecho, sino un deber.

De este deber de servir como hizo Jesús, la Iglesia da cuenta también, a través de su estructura jerárquica, de que debe preguntarse constantemente cómo servir mejor a la humanidad en su búsqueda de la salvación y según la forma más conforme al mandato del Maestro.

Este es el ámbito del discernimiento de la Iglesia sobre los ministerios de las mujeres: el bien del pueblo de Dios en contextos geográficos, culturales, eclesiales tan diferentes.

Para que no sea una respuesta dictada por el vaivén de una ideología –feminista que ha argumentado demasiado sobre el derecho–, la reflexión sobre los ministerios tiene que regresar a la fuente: al bautismo donde nace y florece toda vocación.

Así se constata algo que nunca le falta a un bautizado: al haber entrado como nueva criatura en la muerte y la resurrección de Cristo, es partícipe de su sacerdocio y, por ello, incorporado a la dignidad del cuerpo que continúa en la historia para asegurar el camino al Padre. La dignidad del bautizado es la dignidad de todos, hombres y mujeres. Lo recuerda en muchas ocasiones el Papa Francisco. El bautismo es la fuente indiscutible de la santidad de todos.

Si partimos de ahí, descubriremos cómo enunciar el servicio y en relación con qué ministerios. Porque la dignidad no tiene que ver únicamente con el servicio sacerdotal: de ahí que sea una contradicción pensar que conceder el sacerdocio a las mujeres sería una manera de reconocer su dignidad. El servicio viene determinado por la necesidad, por la exigencia, por la urgencia de la caridad.

De manera que no se trata de restablecer el diaconado femenino; sería demasiado pobre si se limitase a las funciones que tuvieron las diaconisas que ha conocido la historia. De lo que se trata es de hacer algo más: escuchar qué le sugiere el Espíritu a la Iglesia para que se restablezca el rostro masculino y femenino de la humanidad hacia el Reino. Respetando la vocación de cada uno, sin permitir que la diversidad sea usada en contra unos de otros, sino haciendo que se reconozca como un beneficio de los unos hacia los otros. De lo contrario, se corre el peligro de que el “sacerdocio común” permanezca como una expresión sin cuerpo, como un espejismo en espera de la realidad.

Tal vez haya otro peligro, la promoción de los laicos, y por tanto de las mujeres, que consiste la mayoría de las veces en dejarles entrar en la zona gris del sacerdocio ministerial, lo más cerca posible del altar en la celebración eucarística. Celebración que es considerada como la única realidad digna, porque allí solo “actúa Cristo en persona”. El Cristo hombre-masculino (no mujer) es una realidad vinculada a la lógica de la encarnación. El Salvador, por respeto a la humanidad que ha querido asumir, nació como un niño varón en el que quedó grabada la antigua alianza mediante la circuncisión; para revelar la dignidad de la humanidad femenina nace de una mujer que, “llena de gracia”, se convierte en la primera redentora asunta a los cielos en la morada de la Trinidad.

Creemos que la cuestión de los ministerios de la mujer tiene dos reducciones: la reducción de la dignidad de todo ministerio a la dignidad del sacerdocio ministerial, y la reducción de la dignidad del sacerdocio ministerial al sacerdocio de Cristo en cuanto “varón”. Esta reducción no es conforme a la fe: el Hijo, segunda persona de la Trinidad, es nuestro Salvador en cuanto persona de naturaleza humana y divina. La salvación abarca a todos, hombres y mujeres, en cuanto personas diferentes.

¿A qué reflexión nos conduce esta consideración de la fe? Hombre y mujer son dos realidades que expresan una diversidad complementaria respecto a la reproducción: de acuerdo con su propio “género”, los hombres “engendran” y las mujeres “traen al mundo”. Así, simbólicamente, hombres y mujeres participamos del único sacerdocio de Cristo que ha confiado a la Iglesia a los que “engendran” –en virtud del sacerdocio ministerial– y a los que “traen al mundo” –en virtud del sacerdocio común– en una dependencia y sostén recíprocos.

La reflexión sobre los ministerios de las mujeres en la Iglesia no puede prescindir de una teología renovada sobre la persona humana –antropología que considera lo masculino y lo femenino de acuerdo con la creación y con la vocación–, y esta antropología de lo masculino y de lo femenino debe ser el fundamento de la reflexión sobre los ministerios en el contexto de una eclesiología de comunión en un camino de sinodalidad.

Me gustaría concluir con las palabras del título de un libro de Bernard Pottier, uno de los miembros de la comisión. Tan solo añadiré un signo de interrogación al final del título. Le diaconat féminin. Jadis et bientôt [1]. Yo diría: el diaconado de las mujeres; ¿en el pasado y próximamente? ¡Continuará!

Notas

* Mechelina Tenace es catedrática de Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana, donde imparte materias relativas a la antropología teológica, el Oriente cristiano y la teología espiritual. En la misma facultad fue directora del Departamento de Teología Fundamental de 2011 a 2018. Desde 2018 es consultora de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

 [1] Pottier, Bernard; Le diaconat féminin. Jadis et bientôt. Lessius, Bélgica, 2021.

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