Papa Francisco explica por qué decidió convocar a laicos y consagrados y no sólo obispos al sínodo

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 02.10.2024).- Por la tarde del miércoles 2 de octubre, en el Aula Pablo VI, el Papa Francisco dirigió unas palabras a los participantes en la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, al iniciar los trabajos de la Segunda Sesión de la XVI Asamblea General. Se trató de un discurso en el que el Papa explicó la razón subyacente a su decisión de convocar a laicos, consagrados y sacerdotes a una Asamblea destinada originalmente a obispos. A continuación la traducción al castellano de las palabras del Papa.

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Queridos hermanos y hermanas,

Desde que la Iglesia de Dios fue «convocada en Sínodo» en octubre de 2021, hemos recorrido juntos una parte del largo camino al que Dios Padre ha llamado siempre a su pueblo, enviándolo a todas las naciones para llevar la buena nueva de que Jesucristo es nuestra paz (Ef 2,14) y confirmándolo en su misión con el Espíritu Santo.

Esta Asamblea, guiada por el Espíritu Santo, que «dobla lo tieso, calienta lo frío, endereza lo torcido», deberá ofrecer su contribución para que se realice una Iglesia sinodal en misión, que sepa salir de sí misma y habitar las periferias geográficas y existenciales, cuidando de establecer vínculos con todos en Cristo nuestro Hermano y Señor.

Hay un texto de un autor espiritual del siglo IV [Cf. Macario Alejandrino, Hom. 18, 7-11: PG 34, 639-642] que podría resumir lo que sucede cuando el Espíritu Santo se pone en condiciones de obrar a partir del Bautismo que genera a todos en igual dignidad. Las experiencias que describe nos permiten reconocer lo que ha tenido lugar en estos tres años, y lo que todavía puede tener lugar.

La reflexión de este autor espiritual nos ayuda a comprender que el Espíritu Santo es un guía seguro, y nuestra primera tarea es aprender a distinguir su voz, porque Él habla en todos y en todas las cosas, y este proceso sinodal nos lo ha hecho experimentar.

El Espíritu Santo nos acompaña siempre. Es consuelo en la tristeza y en el llanto, sobre todo cuando -precisamente por el amor que tenemos a la humanidad- ante las cosas que no van bien, las injusticias que prevalecen, la terquedad con que nos resistimos a responder con el bien frente al mal, la lucha por perdonar, la falta de coraje para buscar la paz, nos atenaza la desesperanza, nos parece que ya no hay nada que hacer y nos entregamos a la desesperación. Así como la esperanza es la virtud más humilde, pero la más fuerte, la desesperación es la peor, la más fuerte.

El Espíritu Santo enjuga las lágrimas y consuela porque comunica la esperanza de Dios. Dios no se cansa, porque su amor no se cansa.

El Espíritu Santo penetra en esa parte de nosotros que a menudo se parece tanto a las salas de los tribunales, donde subimos a los acusados al estrado y emitimos nuestros juicios, casi siempre de condena. Este mismo autor, en su homilía, nos dice que el Espíritu Santo enciende un fuego en quienes lo reciben, el «fuego de tanta alegría y amor, que si fuera posible acogerían en su corazón a todos, buenos y malos, sin distinción de ninguna clase». Porque Dios acoge a todos, siempre, no lo olvidemos: a todos, a todos y siempre, y a todos ofrece nuevas posibilidades de vida, hasta el último momento. Por eso debemos perdonar a todos y siempre, sabiendo que la disposición a perdonar proviene de la experiencia de haber sido perdonado. Sólo uno no puede perdonar: el que no ha sido perdonado.

Ayer, durante la vigilia penitencial hicimos esta experiencia. Pedimos perdón, nos reconocimos pecadores. Dejamos a un lado nuestro orgullo, nos desprendimos de la presunción de sentirnos mejores que los demás. ¿Nos hemos vuelto más humildes?

La humildad es también un don del Espíritu Santo: hay que pedirla. La humildad, como dice la etimología de la palabra, nos devuelve a la tierra, al humus, y nos recuerda el origen, donde sin el soplo del Creador habríamos permanecido como barro sin vida. La humildad nos permite mirar al mundo reconociendo que no somos mejores que los demás. Como dice San Pablo: «No tengáis un concepto excesivo de vosotros mismos» (Rm 12,16). Y no se puede ser humilde sin amor. Los cristianos deben ser como esas mujeres que describe Dante Alighieri en un soneto, mujeres que tienen dolor en el corazón por la pérdida del padre de su amiga Beatriz: «Tú que tienes un semblante humilde, con los ojos bajos, mostrando dolor» (Vita Nuova, XXII, 9). Esta es la humildad comprensiva y compasiva de quien se siente hermano y hermana de todos, sufriendo el mismo dolor, y reconociendo en las llagas y heridas de cada uno, las llagas y heridas de nuestro Señor.

Os invito a meditar en oración este hermoso texto espiritual, y a reconocer que la Iglesia – semper reformanda – no puede caminar y renovarse sin el Espíritu Santo y sus sorpresas; sin dejarse moldear por las manos de Dios Creador, del Hijo, Jesucristo, y del Espíritu Santo, como nos enseña san Ireneo de Lyon (Contra las herejías, IV, 20, 1).

Porque desde que, en el principio, Dios hizo surgir de la tierra al hombre y a la mujer; desde que Dios llamó a Abraham para que fuera una bendición para todos los pueblos de la tierra y llamó a Moisés para que guiara por el desierto a un pueblo liberado de la esclavitud; desde que la Virgen María recibió la Palabra que la convirtió en Madre del Hijo de Dios según la carne y en Madre de todo discípulo y de toda discípula de su Hijo; desde que el Señor Jesús, crucificado y resucitado, derramó su Espíritu Santo en Pentecostés: desde entonces estamos en camino, como los «misericordiosos», hacia la plena y definitiva realización del amor del Padre. Y no olvidemos esta palabra: somos misericordiosos.

Conocemos la belleza y la fatiga del camino. Lo recorremos juntos, como pueblo que, también en este tiempo, es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1). Lo recorremos con y por todo hombre y mujer de buena voluntad, en cada uno de los cuales actúa invisiblemente la gracia (GS 22). Lo recorremos convencidos de la esencia relacional de la Iglesia, cuidando que las relaciones que nos son dadas y confiadas a nuestra responsabilidad y creatividad sean siempre manifestación de la gratuidad de la misericordia. Un autodenominado cristiano que no entra en la gratuidad y misericordia de Dios es simplemente un ateo disfrazado de cristiano. La misericordia de Dios nos hace dignos de confianza y responsables.

Hermanas, hermanos, recorramos este camino sabiendo que estamos llamados a reflejar la luz de nuestro sol, que es Cristo, como una luna pálida que asume con fidelidad y alegría la misión de ser para el mundo sacramento de esa luz, que no brilla desde nosotros mismos.

La XVI Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, ahora en su Segunda Sesión, está representando de manera original este «caminar juntos» del pueblo de Dios.

La inspiración que tuvo el Papa San Pablo VI, cuando instituyó el Sínodo de los Obispos en 1965, se ha revelado muy fecunda. En los sesenta años transcurridos desde entonces, hemos aprendido a reconocer en el Sínodo de los Obispos un sujeto plural y sinfónico, capaz de sostener el camino y la misión de la Iglesia católica, asistiendo eficazmente al Obispo de Roma en su servicio a la comunión de todas las Iglesias y de toda la Iglesia.

San Pablo VI era muy consciente de que «este Sínodo, como toda institución humana, con el paso del tiempo se perfeccionará aún más» (Apostolica Sollicitudo). La Constitución Apostólica Episcopalis communio quiso construir sobre la experiencia de las diversas Asambleas sinodales (ordinaria, extraordinaria, especial), configurando explícitamente la Asamblea sinodal como un proceso y no sólo como un acontecimiento.

El proceso sinodal es también un proceso de aprendizaje, en el curso del cual la Iglesia aprende a conocerse mejor a sí misma y a identificar las formas de acción pastoral más adecuadas a la misión que le ha confiado su Señor. Este proceso de aprendizaje afecta también a las formas de ejercicio del ministerio de los pastores, en particular de los obispos.

Cuando decidí convocar como miembros de pleno derecho de esta XVI Asamblea también a un número significativo de laicos y consagrados (hombres y mujeres), diáconos y presbíteros, desarrollando lo que ya estaba en parte previsto para las Asambleas anteriores, lo hice en coherencia con la comprensión del ejercicio del ministerio episcopal expresada por el Concilio Ecuménico Vaticano II: el Obispo, principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia particular, no puede vivir su servicio sino en el Pueblo de Dios, con el Pueblo de Dios, precediendo, estando en medio y siguiendo a la porción del Pueblo de Dios que le ha sido confiada. Esta comprensión inclusiva del ministerio episcopal exige manifestarse y hacerse reconocible evitando dos peligros: el primero, la abstracción que olvida la fecunda concreción de los lugares y de las relaciones, y el valor de cada persona; el segundo peligro es el de romper la comunión enfrentando jerarquía y fieles laicos. No se trata, ciertamente, de sustituir a unos por otros, excitados por el grito: ¡ahora nos toca a nosotros! No, esto no va: «ahora nos toca a nosotros», «ahora son los sacerdotes», no, esto no va. En cambio, se nos pide ejercitarnos juntos en un arte sinfónico, en una composición que nos una a todos en el servicio de la misericordia de Dios, según los diferentes ministerios y carismas que el obispo tiene la tarea de reconocer y promover.

Caminar juntos, todos, todos es un proceso en el que la Iglesia, dócil a la acción del Espíritu Santo, sensible para interceptar los signos de los tiempos (Gaudium et spes, 4), se renueva continuamente y perfecciona su sacramentalidad, para ser testigo creíble de la misión a la que está llamada, para reunir a todos los pueblos de la tierra en el único pueblo esperado al final, cuando Dios mismo nos sentará en el banquete preparado por Él (cf. Is 25, 6-10).

La composición de esta XVI Asamblea es, pues, algo más que un hecho contingente. Expresa un modo de ejercer el ministerio episcopal coherente con la Tradición viva de las Iglesias y con la enseñanza del Concilio Vaticano II: nunca el Obispo, como cualquier otro cristiano, puede pensarse «sin los demás». Así como nadie se salva solo, el anuncio de la salvación necesita de todos, y que todos sean escuchados.

La presencia en la Asamblea del Sínodo de los Obispos de miembros que no son Obispos no disminuye la dimensión «episcopal» de la Asamblea. Y lo digo por algunas de las charlas que han ido de un lado a otro. Menos aún pone límite o derogación alguna a la autoridad propia del Obispo individual y del Colegio Episcopal. Más bien señala la forma que está llamado a adoptar el ejercicio de la autoridad episcopal en una Iglesia que es consciente de ser constitutivamente relacional y, por tanto, sinodal. La relación con Cristo y entre todos en Cristo -los que están y los que aún no están pero son esperados por el Padre- realiza la sustancia y configura la forma de la Iglesia en todo momento.

Es necesario identificar, en los momentos oportunos, diferentes formas de ejercicio «colegial» y «sinodal» del ministerio episcopal (en las Iglesias particulares, en las agrupaciones de Iglesias, en la Iglesia en su conjunto), respetando siempre el depósito de la fe y la Tradición viva, respondiendo siempre a lo que el Espíritu pide a las Iglesias en este tiempo concreto y en los diferentes contextos en los que viven. Y no olvidemos que el Espíritu es armonía. Pensemos en aquella mañana de Pentecostés: era un desorden terrible, pero Él hizo armonía en aquel desorden. No olvidemos que Él es armonía: no es una armonía sofisticada o intelectual; lo es todo, es una armonía existencial.

Es el Espíritu Santo quien hace a la Iglesia perpetuamente fiel al mandato del Señor Jesucristo y perpetuamente a la escucha de su palabra. El Espíritu conduce a los discípulos a la verdad completa (Jn 16,13). Él también nos guía a nosotros, reunidos en el Espíritu Santo en esta Asamblea, para dar una respuesta, después de tres años de camino, a la pregunta de cómo ser una Iglesia sinodal misionera. Yo añadiría misericordiosa.

Con el corazón lleno de esperanza y de gratitud, consciente de la exigente tarea que se os ha confiado (y que se nos ha confiado), deseo a todos que se abran de buen grado a la acción del Espíritu Santo, nuestro guía seguro, nuestro consuelo. Gracias a todos.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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