(ZENIT Noticias / Roma, 08.03.2024).- Por la tarde del viernes 8 de marzo, el Papa Francisco presidió en la iglesia parroquia de San Pío V, en Roma, el rito del sacramento de la reconciliación en el contexto de la jornada “24 horas para el Señor”. Ofrecemos a continuación una traducción al español de ZENIT de la homilía del Papa, una conmovedora homilía sobre el perdón y la misericordia.
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«Podemos caminar en una vida nueva» (Rom 6,4): así escribía el apóstol Pablo a los primeros cristianos de esta Iglesia de Roma. Pero, ¿cuál es la vida nueva de la que habla? Es la vida que nace del Bautismo, que nos sumerge en la muerte y resurrección de Jesús y nos hace para siempre hijos de Dios, hijos de la resurrección destinados a la vida eterna, orientada a las cosas de arriba. Es la vida que nos hace avanzar hacia nuestra identidad más verdadera, la de ser hijos amados del Padre, para que toda tristeza y obstáculo, todo trabajo y tribulación no puedan prevalecer sobre esta maravillosa realidad que nos funda: somos hijos del buen Dios.
Hemos oído que san Pablo asocia la vida nueva a un verbo: caminar. Así pues, la vida nueva, iniciada en el Bautismo, es un camino. Y en él no hay jubilación. Nadie en este camino se retira, siempre se avanza. Y después de tantos pasos en el camino, tal vez hemos perdido de vista la vida santa que fluye dentro de nosotros: día tras día, inmersos en un ritmo repetitivo, atrapados en mil cosas, aturdidos por tantos mensajes, buscamos por todas partes satisfacciones y novedades, estímulos y sensaciones positivas, pero olvidamos que ya hay una vida nueva que fluye dentro de nosotros y que, como brasas bajo las cenizas, está esperando para arder e iluminarlo todo. Cuando estamos ocupados con tantas cosas, ¿pensamos en el Espíritu Santo que está dentro de nosotros y nos guía? A mí me pasa muchas veces que no pienso en él, y es malo. Estar así, enfrascados en tantos afanes, nos hace olvidar el verdadero camino que estamos recorriendo en la vida nueva.
Hay que buscar las brasas bajo las cenizas, las cenizas que se han posado en el corazón y ocultan a la vista la belleza de nuestra alma, la esconden. Entonces Dios, que en la vida nueva es nuestro Padre, se nos aparece como un amo; en vez de confiarnos a Él, contratamos con Él; en vez de amarle, le tememos. Y los demás, en vez de ser hermanos, hijos del mismo Padre, nos parecen obstáculos y adversarios. Hay una mala costumbre: la de convertir a nuestros compañeros de viaje en adversarios. Y tantas veces lo hacemos. Los defectos del prójimo nos parecen exagerados y sus méritos ocultos; ¡cuántas veces somos inflexibles con los demás e indulgentes con nosotros mismos! Sentimos una fuerza imparable para hacer el mal que quisiéramos evitar. Es el problema de todos, si hasta san Pablo escribe a la comunidad de Roma: «No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (7,19). También él era pecador, y también nosotros hacemos muchas veces el mal que no queremos. En definitiva, habiendo nublado el rostro de Dios, desdibujado el de nuestros hermanos, desdibujado la grandeza que llevamos dentro, seguimos en nuestro camino, pero necesitamos una nueva señal, necesitamos un cambio de ritmo, una dirección que nos ayude a encontrar el camino del Bautismo, es decir, a renovar nuestra belleza original que está ahí bajo las cenizas, a renovar el sentido de ir hacia adelante. ¿Y cuántas veces nos cansamos de caminar y perdemos el sentido de ir hacia adelante? Nos quedamos quietos, o ni siquiera quietos, sino quietos.
Hermanos, hermanas, ¿cuál es el camino para reanudar la senda de la vida nueva? Para esta Cuaresma y para reanudar el camino, ¿cuál es el camino? Es el camino del perdón de Dios. Poned esto en vuestra mente y en vuestro corazón: Dios no se cansa nunca de perdonar. ¿Habéis escuchado esto? ¿Sois capaces de repetirlo conmigo? Todos juntos: Dios no se cansa de perdonar. Seguro, una vez más: [todos] Dios no se cansa de perdonar.
Pero, ¿cuál es el drama? Que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero Él nunca se cansa de perdonar. No lo olvidemos. Y el perdón divino hace precisamente eso: nos hace nuevos, como recién bautizados. Nos limpia por dentro, devolviéndonos a la condición de nuestro renacimiento bautismal: hace que las aguas frescas de la gracia fluyan de nuevo en nuestros corazones, resecos por la tristeza y empolvados por los pecados. El Señor quita las cenizas de las brasas del alma, limpia esas manchas interiores que nos impiden confiar en Dios, abrazar a nuestros hermanos, amarnos a nosotros mismos. Él lo perdona todo. «Oh Padre, tengo un pecado que seguramente es imperdonable». Escucha: Dios lo perdona todo, porque nunca se cansa de perdonar. El perdón de Dios nos transforma por dentro: nos da una vida nueva y una mirada nueva.
No es casualidad que en el Evangelio que hemos escuchado Jesús proclame: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Él prepara nuestros ojos para ver a Dios. Sólo se ve a Dios si el corazón está purificado: purificar el corazón para ver a Dios. Pero, ¿quién puede hacer esta purificación? Nuestro compromiso es necesario, pero no basta; somos débiles, no podemos; sólo Dios conoce y sana el corazón. Acuérdate bien de esto: sólo Dios es capaz de conocer y sanar el corazón, sólo Él puede liberarlo del mal. Para ello, debemos llevarle nuestro corazón abierto y contrito; debemos imitar al leproso del Evangelio, que le reza así: «¡Si quieres, puedes limpiarme!». (Mc 1,40). ¡Esto es hermoso! «Si quieres, puedes cambiarme por dentro, puedes purificarme». Esta es una hermosa oración, y podemos repetirla juntos, aquí, todos nosotros. Juntos: «Señor, si quieres, puedes purificarme».
Una vez más: [todos] «Señor, si quieres, puedes purificarme». Y ahora, en silencio, todos se lo dicen al Señor, mirando sus pecados. Mirad los pecados, mirad las cosas malas que tenéis dentro y que habéis hecho; en silencio decid al Señor: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Y Él puede. Algunos piensan: ‘Pero este pecado es demasiado grave, el Señor no podrá…’. El Señor perdona todo, el Señor no se cansa de perdonar. ¿Te acuerdas? Repítelo: «El Señor no se cansa de perdonar». Todos juntos: [todos] «El Señor no se cansa de perdonar».
El Señor quiere esto, porque nos quiere renovados, libres, ligeros por dentro, felices y en camino, no aparcados en los caminos de la vida. Él sabe lo fácil que es para nosotros tropezar, caer y hundirnos, y quiere levantarnos de nuevo. He visto un cuadro precioso, donde está el Señor agachándose para levantarnos. Y esto es lo que hace el Señor cada vez que nos acercamos a la Confesión. No lo apenemos, no pospongamos el encuentro con su perdón, porque sólo si somos levantados por Él podremos volver a ponernos de pie y ver la derrota de nuestro pecado, borrado para siempre. Porque el pecado es siempre una derrota, pero Él vence al pecado, Él es la victoria. Es más, «en el mismo instante en que el pecador es perdonado, asido por Dios y restaurado por la gracia, el pecado -¡maravilla de maravillas! – se convierte en el lugar donde Dios entra en contacto con el hombre. […] Así Dios se da a conocer perdonando» (A. Louf, Bajo la guía del Espíritu, Magnano 1990, 68-69). «Conozco a Dios estudiando la catequesis […]. Pero no le conoces sólo con la mente: sólo cuando tu corazón está arrepentido y vas a Él, mostrando tu corazón sucio, allí conocerás a Dios que perdona. «Vete en paz, tus pecados te son perdonados». Dios se da a conocer perdonando. Y «el pecador, asomándose al abismo de su propio pecado, descubre por su parte la infinitud de la misericordia» (ibid.) Y éste es el recomienzo de la vida nueva: iniciada en el Bautismo, recomienza a partir del perdón.
No renunciemos al perdón de Dios, al sacramento de la Reconciliación: no es una práctica de devoción, sino el fundamento de la existencia cristiana; no se trata de poder decir bien a nuestros pecados, sino de reconocernos pecadores y arrojarnos en los brazos de Jesús crucificado para ser liberados; no es un gesto moralista, sino la resurrección del corazón. El Señor resucitado nos resucita a todos. Vayamos, pues, a recibir el perdón de Dios y sintámonos, quienes lo administramos, dispensadores de la alegría del Padre que encuentra a su hijo perdido; sintamos que nuestras manos, puestas sobre las cabezas de los fieles, son las traspasadas por la misericordia de Jesús, que transforma las llagas del pecado en canales de misericordia. Y nosotros, que actuamos como confesores, sintamos que el «perdón y la paz» que proclamamos son la caricia del Espíritu Santo en el corazón de los fieles.
Queridos hermanos, ¡perdonemos! Queridos hermanos sacerdotes, perdonemos, perdonemos siempre como Dios, que no se cansa de perdonar, y nos encontraremos a nosotros mismos. Concedamos siempre el perdón a quien lo pide y ayudemos a quien siente miedo a acercarse con confianza al sacramento de la curación y de la alegría. Pongamos de nuevo el perdón de Dios en el centro de la Iglesia. Y vosotros, queridos hermanos sacerdotes, no pidáis demasiado: dejad que digan y perdonad todos. No vayáis a indagar, no.
Y ahora, preparémonos a acoger la nueva vida, confesemos al Señor que hay tanto viejo en nosotros, cosas feas… La lepra del pecado ha manchado nuestra belleza y por eso decimos: Jesús, si quieres, ¡puedes purificarme! Todos juntos: [todos] «Jesús, si quieres, puedes purificarme». De pensar que no te necesitamos cada día: [todos] ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! De vivir tranquilo con mi doblez, sin buscar en tu perdón el camino de la libertad: [todos] ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Cuando las buenas intenciones no van seguidas de obras, cuando pospongo la oración y el encuentro contigo: [todos] ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Cuando me conformo con el mal, con la deshonestidad, con la falsedad, cuando juzgo a los demás, los desprecio y chismorreo sobre ellos, quejándome de todos y de todo: [todo] ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Y cuando me contento con no hacer el mal, pero no hago el bien sirviendo en la Iglesia y en la sociedad: [todo] ¡Jesús, si quieres, puedes purificarme! Sí, Jesús, creo que puedes purificarme, creo que necesito tu perdón. Jesús, renuévame y volveré a caminar en una vida nueva. [todos] Jesús, si quieres, puedes purificarme.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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